Entonces Yerry Mina aún era un niño llorón y Manuel Aponzá uno de esos inteligentes con la pelota, que entrenaban bajo la misma guía y en la única cancha, áspera y encharcada, de Guachené, un pueblo afro del Pacífico colombiano creado apenas hace 12 años.
Y la suerte no pudo ser más diferente para ambos. El primero es hoy Yerry Mina, el central de 1,95 metros de altura que ha venido de atrás, como en la vida misma, para elevarse y meter su cabeza en momentos decisivos.
Sus dos goles, el primero ante Polonia (3-0) y el otro ante Senegal (1-0), que valió nada menos que un pasaje a octavos, encaminaron a Colombia en el Mundial de Rusia. Hoy es el salvador de un equipo en el que otros estaban llamados a brillar.
Con los mismos 23 años del defensa del club Barcelona, Manuel no salió de la tercera división, vive con sus padres y todavía entrena en el mismo terreno duro, sin demarcar, de arcos oxidados, donde comenzaron ambos bajo la orientación del “profe” Seifar Aponzá.
Uno ya “conoce el oficio y sabe que todos no van a llegar”, susurra este entrenador de 44 años.
La pobreza agigantada
Aun así el balón rueda mañana y tarde en la única cancha de Guachené, un poblado rodeado de cañaverales del departamento del Cauca donde viven 20.000 personas – el 99% de origen negro- que fue reconocido legalmente como municipio en 2006.
Mientras a nivel nacional la pobreza impactó al 26,9% de la población, en Cauca golpea al 48,7% de sus habitantes.
Nadie aquí parece fastidiarse con las malas condiciones del terreno. Los espectadores casi que se adentran con sus motocicletas al campo de juego, algún que otro caballo pasta en la línea lateral y música alegre brota a todo volumen desde las viviendas.
Aponzá describe a Manuel como un volante de creación “muy inteligente”, el “socio de Yerry”. Tímido, este muchacho de más baja estatura que el defensa colombiano no se permite hablar de frustración cuando compara su suerte. Alguien parece haberle enseñado de estoicismo.
“Yerry tuvo disciplina, trabajo, constancia”. Y ahora que le está yendo bien – agrega – es “una motivación extra para todos los jóvenes del municipio”.
Y no solo Mina infla el orgullo en estas tierras que hasta hace poco disputaron a sangre y fuego guerrilleros y paramilitares en el curso de un conflicto de medio siglo que aún no se extingue.
También Dávinson Sánchez y Cristian Zapata, defensas de la selección de 1,87 metros, nacieron en Caloto y sus alrededores, el municipio al que perteneció Guachené antes de “independizarse”.
Cuando Mina se equivoca en un partido “todavía se encierra y se agarra a llorar”, señala Aponzá. Una imagen muy diferente de la del espigado atleta que celebra goles a ritmo de salsa choke.
Elogio a la dificultad
En Guachené el fútbol se convirtió en un elogio a la dificultad; en una resistencia contra la pobreza y una dolorosa selección darwiniana en que muchos son los llamados y pocos los escogidos.
Un credo que han propagado Aponzá y otros dos entrenadores, Jairo González (49) y Arley Mancilla (48) – el primer jugador profesional de Guachené -, en medio de sus propias carencias.
Los tres se mueven a pie o en bicicleta y aunque trabajan todo el año, el “profe” asegura que el municipio les paga seis u ocho meses. Ahora están preparando a 180 niños y jóvenes, y quizá ninguno termine siendo profesional.
Yerry, por ejemplo, “no tuvo los mejores guayos (botines), no tuvo los mejores uniformes de entrenamientos; no tuvo la mejor hidratación en un entrenamiento. Yerry tomaba el agua con parásitos”, recuerda Aponzá.
Todavía hoy el agua potable es un tema pendiente en Guachené.
En esa época Yerry – abunda en detalles Aponzá – era introvertido y llorón; un niño que de repente se había estirado después de ser un “gordito que no era tan bueno” en el fútbol y que quiso ser arquero.
En sus entrevistas, el colombiano – que pasó por el Palmeiras de Brasil antes de llegar al Barcelona este año – suele recordar sus frecuentes caminatas de 11 km para ir a entrenar o los riesgos que enfrentó cuando se trepaba a camiones en marcha porque no tenía para un pasaje.
“El profe” evoca la fortaleza mental que desarrolló este gigante, que creó una fundación con su nombre para ayudar a los niños de Guachené, y que cuando regresa de vacaciones prefiere ir de copiloto en una moto que movilizarse en un vehículo lujoso.
“Jugar fútbol acá es muy fácil, el problema es llegar a ser futbolista”, recalca Aponzá.
Aun así se enorgullece de que en el pequeño Guachené hayan salido 18 jugadores profesionales, muchos de ellos centrales.
Aquí “las dificultades nos hacen fuertes”, afirma Mancilla. Y para los negros, que históricamente han padecido con más rigor la violencia y la pobreza en Colombia, el fútbol sigue siendo la opción privilegiada para acortar distancias.
Como no todos pueden ingresar a la universidad “porque no había recursos (…), le damos gracias a Dios que el fútbol hoy es una profesión bien pagada”, agrega.
Una opción que se multiplicaría – enfatizan ambos entrenadores – si por lo menos en Guachené hubiera un polideportivo, unos arcos portátiles y más balones.